A mi padre le salvaron la vida. Hubo retrasos sí, pero se la salvaron. El 25 de agosto de 2008 sufría un Ictus hemorrágico mientras conducía su camión. Antes había parado, le dolía mucho la cabeza, mucho más de lo que nunca le había dolido. Llamó a una ambulancia y después a mi hermano. Sólo pudo decirle que le dolía mucho la cabeza. Cuando mi hermano llegó a aquel lado del arcén en la carretera en la que estaba mi padre, trató de convencer a la ambulancia de que le llevaran directamente al hospital de León, tenía que ser algo grave porque mi padre nunca había estado así. «Vamos a llevarle al centro de salud de Astorga, es muy probable que solo sea un corte de digestión».
Nunca supimos si el retraso que supuso ir por Astorga y comprobar que no, que no se trataba de un corte de digestión, supuso todas las consecuencias que aquel accidente ha tenido -tiene- en mi padre y en todos nosotros. Cuando llegó a la UCI de León -muchas horas después- entró en un coma del que solo saldría un mes después.
Le salvaron la vida, si. De eso estoy segura. Pero superar a la muerte no garantiza disfrutar de la vida. Mi padre tiene ahora una hemiplejía en todo el lado izquierdo de su cuerpo. No se puede mover por sí mismo y, por muchas más razones que su inmovilidad, es ahora totalmente dependiente de otra persona. Quizás todo eso pudiese ser lo peor, pero muchas veces pienso que lo peor es el lugar en el que la enfermedad te coloca en la sociedad. Tu entorno se desmorona, se aleja, mira hacia otro lado. En el sistema sanitario encuentras personas que te apoyan pero una burocracia que te empuja a fuerza de diagnósticos: si eres mayor de 45 años y con un estado de dependencia total, es muy probable que nunca más vuelvas a formar parte del mercado de trabajo y que, por tanto, ya no vayas a «servir» a la sociedad. Y se cierran muchas puertas hacia la esperanza de la recuperación.
Durante todos estos años mi padre ha requerido una serie de gastos difíciles de soportar pero imprescindibles. Rehabilitación, preparados dietéticos, sondas, cremas, medicamentos, pañales… Unos gastos que solo hemos podido sostener gracias a la buena gestión de mi madre y gracias a un sistema sanitario que ha financiado la mayor parte de todos esos costes (exceptuando la rehabilitación – que es otro cantar). Durante todo este tiempo también me he preguntado qué sería de mi padre y de muchas otras personas cuya enfermedad les exige un gasto equiparable a la pensión que perciben. Qué se puede hacer cuando no dan los números siendo la vida la que suma y resta.
El Gobierno del Partido Popular está respondiendo a mi pregunta por la vía práctica. A partir de septiembre nos mostrará si tiene algún sentido que te salven la vida en urgencias para luego perderla por no poder mantener un tratamiento. Me pregunto si seguirán hablando de la salud como derecho fundamental o empezarán a llamarlo con propiedad: privilegio del asegurado.