«Quiero que la maravilla de la primera vez sea siempre la recompensa de mi mirada”. Se lo contaba Julio Cortázar a su amigo Eduardo Jonquières en la última de las cientos de cartas que se intercambiaron entre 1950 y 1983. Eran amigos pero sobre todo, se escribían cartas. Se lo contaron todo, Cortázar fue el Cortázar que se escribió en todas sus cartas.
Hay algo que se escribe en las cartas y que no puede palparse en la realidad. Supongo que ahora son los emails, los Facebook, los whatsapp. Todavía quedan algunos mensajes de texto. Qué importa el medio si lo que sabe es el mensaje. Hay algo que se escribe en las cartas que tiene que ver con lo que se contiene en la realidad. Una no encuentra tantos momentos para soltarlo todo como en las palabras que recogen los ojos al otro lado de las palabras que se envían. Hay en las cartas un algo de verborrea etílica. Quién no ha contado en las cartas -el medio es el mensaje- algo de lo que arrepentirse al despertarse.
Recuerdo que las primeras cartas que escribí se fueron hacia Asturias -los primeros amigos lejos de casa. No consigo recordar sin embargo cuando empecé a escribir a las personas que tenía cerca y tengo en cambio la certeza de que el primero en recibirlas fue mi padre.
Hace unos días mi hermano encontraba una caja llena de las cartas que precisamente mi padre escribía a sus padres cuando tenía 17 años. 1968. Acababa de dejar la aldea de Galicia para seguir el instituto en Madrid. Las postales y las cartas están llenas de dibujos, de colores, de palabras de cariño. Llenas también de os hecho de menos. Obsesionada con la intimidad propia y ajena, todavía no se que hacer con este trozo de relato emocional. Solo se que ha sido como encontrar en la orilla una botella con un mensaje que llega directamente del otro lado de mi propia historia.