En el refugio para personas migrantes La 72, de Tenosique, en el sur de México, hay un módulo para mujeres y otro para hombres. Cuando llega una mujer, son mujeres las que la atienden en el recibimiento.
Por eso aquella noche -eran más de las 2 de la mañana- nos avisaron a nosotras para recibir a María, que llegaba desde Honduras con su marido y su hijo, un bebé de 6 meses. Habían llegado a pie desde la frontera con Guatemala. Muchos kilómetros.
María nació con un problema y toda su vida la ha manejado sobre una silla de ruedas. Desde Guatemala, su bebé en las rodillas, su marido empujando la silla y una bolsa de equipaje con lo poco (todo) que se llevaban para continuar su vida “allá arriba”, en Estados Unidos.
Andrea y yo no podíamos articular palabra y entonces hablaban ellos, nos contaban su historia.
Él se llevaba muy bien con lo niños y los jóvenes del barrio, les entrenaba fútbol, todos le querían mucho. Un día, un miembro de una mara (no recuerdo cuál era) le dijo que si se quería unir. Se lo ofreció, él dijo que no. Otro día volvieron a ofrecérselo, él volvió a negarse. A la tercera vez, le amenazaron: si no se unía, quemaban el puesto comestible que tenía la madre de su novia. Se siguió negando, aumentaron las amenazas. Un día habló en serio con María, tomaron la decisión, huirían hacia EEUU.
Recuerdo que entre tantas mujeres hondureñas solas con sus hijos, me tocó profundo ver a una pareja tan unida. Estaban ilusionados. A mí seguían sin salirme las palabras.
Estos días he pensado en ellos, en todas las mujeres que lo arriesgan todo de la mano de sus hijos para empezar de nuevo, muchas veces, para dejar atrás el infierno. Me imagino (o no puedo imaginarme) la clase de infierno que podría experimentar cualquiera de ellas si, llegando a la frontera, les arrancasen a su hijos de sus brazos.
Pienso en ellas y me acuerdo de aquella noche. Eran más de las 2 de la mañana.