Una comunidad de programadoras y amigas

Desde hace un tiempo, e invitada por el siempre maravilloso Pepo Jimenez (@Kurioso), colaboro con el equipo editorial de Pienso, Luego Actúo, una plataforma en la que contamos historias de personas anónimas que un día decidieron crear proyectos con los que dar un giro a sus vidas y llamar a la acción.

Esta es una de las historias que he publicado en #PiensoLuegoActúo


Inés acaricia el pelo de Rosario. Se ríen, se nota que son amigas. Lo muestran al presentarse, pero se siente especialmente en los gestos, en la manera de escucharse. “La una es el motor de la otra”, cuentan nada más empezar la entrevista.

Juntas han creado un proyecto que se basa en la tecnología, que pretende hacer diverso un entorno (el de la programación) tradicionalmente monopolizado por los hombres, pero, sobre todo, han creado esto: un motor de mujeres para otras mujeres. Una comunidad de apoyo mutuo, de equipo, de amigas.

Ana era trabajadora social en paro. Lo mismo le ocurría a Sara, que estudió Químicas pero no encontraba trabajo. Elena era topógrafa sin empleo y cuenta que, además de programación, en Adalab encontró confianza. Ellas son algunas de las mujeres que han formado parte de las, hasta ahora, cinco promociones de adalabers. El 94% ya ha encontrado trabajo como programadoras. Llegaron para aprender un nuevo lenguaje y se encontraron con el comienzo de una nueva vida. Al contarlo, Inés y Rosario vuelven a mirarse, sonríen, hablan de todas las mujeres que han pasado por el programa como quien habla de sus amigas.

El comienzo fue el cambio

Todo esto empezó como un sueño de dos mujeres, con trayectorias muy similares, que se encontraron trabajando en la misma ONG después de haber pasado por el sector de las finanzas, por la empresa privada, por algún soplo de insatisfacción y por varios países como cooperantes. Necesitaban un cambio, un trabajo con un enfoque social y, después de muchas vueltas (“y muchos excels compartiendo ideas”, añaden), idearon el modelo de negocio de Adalab. La empresa social nació con dos objetivos muy claros: dar la oportunidad de reinventarse a mujeres que viven en situación de precariedad laboral y crear diversidad en el sector tecnológico.

Hace poco, un buen amigo me contaba que necesitaba cubrir un puesto de programadora en su agencia. Quería contratar a una mujer en lugar de un hombre precisamente para romper en su equipo con la masculinización de los perfiles técnicos, una estructura enquistada en la mayoría de las empresas. Dos meses después se había dado por vencido: apenas había recibido currículos de mujeres.

Según los datos oficiales, el porcentaje de programadoras en activo en España solo alcanza el 13,62%. A nivel europeo, solo 20 de cada mil mujeres con estudios superiores tienen un título en computación; de ellas, apenas cuatro de cada mil continúan con su carrera laboral en el sector.

Pero, ¿qué fue antes, el huevo o la gallina? ¿Las mujeres no eligen el sector o es el sector el que expulsa de alguna manera a las mujeres?

Con Rosario e Inés repasamos una situación sobre la que ellas han dado muchas vueltas y nos explican que las causas tienen un poquito de todo. Los mensajes estereotipados que nos lanzan desde niñas; los roles que nos asignan; la escasez de referentes femeninos en profesiones tecnológicas; el círculo vicioso que todo esto genera y que deriva en una falta de confianza a la hora de acceder a determinados puestos…

Otra forma de hacer las cosas

Rosario habla de algo que resuena por muchos lados. Al tratarse el sector tecnológico de un ambiente excesivamente masculino, las formas de hacer las cosas, la toma de decisiones, los modos de comunicarse o los temas de interés responden a los intereses de los hombres. Cuando una mujer entra en este entorno, se siente apartada, se sitúa al margen pero, incluso cuando decide ir hacia adelante en confianza con su modo de actuar, muchos hombres se muestran hostiles ante una forma distinta de hacer las cosas.

En su libro Tres guineas, Virginia Woolf no solo habla de conceptos tan contemporáneos (lo escribió en 1938) como el techo de cristal que se impone a las mujeres para acceder a los ámbitos de toma de decisiones, sino que propone una reinvención de la sociedad a partir de la experiencia y el saber de las mujeres, marginados a lo largo de la historia: sin rivalidad, sin la obsesión por el éxito y el poder, sin la búsqueda constante de medallas y reconocimiento. Una vida en común basada en la cooperación.

“Las estimaciones apuntan a que ya en 2025 la mitad de los empleos serán tecnológicos. Si no nos metemos, vamos a estar fuera de la empleabilidad en un sector de poder donde, además, se configura cómo va a funcionar el mundo”, explica Inés. Pienso en Virginia, en su libro y en la necesidad de que no solo el mundo, sino también las empresas, necesitan realmente un nuevo modelo y, para ello, también nuevos referentes.

El nombre de Adalab se inspiró en Ada Lovelace, una matemática y escritora nacida en Inglaterra en 1815 y considerada la primera programadora de la historia. “No la primera programadora mujer, sino la persona que dio origen a la programación”, matiza Inés. Cada promoción en Adalab elige a una mujer relevante en los campos de la ciencia y la tecnología para llevar su nombre e inspirarse. La idea es que ellas mismas se conviertan en inspiración para otras y, por eso, todas se convierten en mentoras de las alumnas siguientes. “Hace muy poco, en un evento tecnológico, normalmente lleno de hombres, hicieron una foto en la que aparecían más de 30 alumnas de Adalab juntas. En esa foto vimos plasmada la diversidad que buscamos con nuestro proyecto”, explica Rosario.

Acompañarse, también en el mundo laboral

Adalab está atravesada por el espíritu de cooperación. Querían hacerlo accesible para las mujeres que llevaban arrastrando trabajos precarios y, por eso, las estudiantes solo pagan un porcentaje de la matrícula. Cuando encuentran trabajo en el sector (y lo hacen, de hecho, en una media de 64 días), pagan otro porcentaje. Para el resto de la matrícula, aproximadamente el 50%, buscan apoyo de fundaciones y entidades privadas que apuestan por el proyecto.

Pero el cambio de paradigma realmente está en la relación emocional entre las mujeres que forman parte del programa. “A mí Adalab me dio la posibilidad de encontrar una especie de familia”, cuenta María Vedia, que pasó por el programa después de quedarse en el paro como periodista y que ahora trabaja (“hace tiempo que no era tan feliz”) como programadora. “Todos los días hablo con mis compañeras de la promoción, nos apoyamos un montón. Si una está más triste o menos motivada, hacemos una piña para apoyarla, es como una casa. Creo que esto ha sido lo más valiente y lo más bonito que he hecho en mi vida”, reconoce.

Como le ocurre a María, la decisión de iniciarse en el mundo de la programación fue, para muchas, un triple salto mortal. “Fue un cambio muy brusco en mi vida porque, además, tenía una niña pequeña a la que cuidar”, explica Aída Albarrán, que también pasó por la formación. Un año después del curso, no solo estaba trabajando sino ofreciendo charlas sobre programación. “¡Yo, dando charlas técnicas de programación! Es absolutamente increíble lo que ha cambiado mi vida después de pasar por Adalab”.

Tras cuatro meses de formación intensiva (40 alumnas por promoción), en Adalab las ayudan a buscar empleo en empresas, siempre acompañadas por una mentora que las guía en las entrevistas, que habla con ellas el primer día de trabajo, que resuelve sus dudas. Durante los siguientes seis meses, las acompañan en el proceso de inserción y mantienen contacto regular con una persona que las tutoriza desde la empresa.

Acompañar, cuidar, crear confianza. Mujeres mostrando al mundo que, efectivamente, hay otra forma de hacer las cosas.

 

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