Un virus global para una pandemia intimista. El segundo día me empezó a costar comunicar con el exterior, el tercero, conmigo misma. Las cosas ocurrían fuera pero el acontecimiento estaba realmente aquí, en algún lugar de este cuarto de pensar.
Al principio sacaba más fotos. Un interrail con cámara por este hogar de alquiler. Hacía fotos de un techo sin estrellas desde una tienda de dos plazas; fotos de la vida escurriéndose en una bañera a medio llenar; instantáneas del principio de la primavera, del río bravo Manzanares con sus patos conquistando las aceras, de los árboles siendo cada vez más árboles y menos lo que venían siendo, mobiliario urbano. Hacia fotos de Sebas y Maya, pensaba en las fotos que haría de la gente a la que no podía ver.
Capturaba imágenes hasta que en ellas empezó a quedarse atrapado el paso del tiempo. Me di cuenta entonces: no era un tiempo suspendido, es un tiempo que sigue pasando. Me dio miedo. Captar el momento, como tantas otras cosas estas semanas, me dio angustia.
¿Y si en realidad fuera esto como viajar en una nave espacial que al regresar a tierra se encontrase una vida en la que ya han pasado 10, 15 o 30 años?
Tengo a punto mi traje de astronauta para el primer paseo de mañana y en la mochila guardo una bolsa de aire capturado en el salón, por si de pronto me veo ahogada al aire libre. .
Reconozco que prefiero no encontrarme con nadie conocido, ¿cómo actuar con normalidad pasados 10, 15 o 30 años? Lo importante es que a la distancia física no nos roben la social: saludarnos de lejos como si no hubiésemos olvidado abrazarnos.
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