Puede que perdiese todos los colores, pero siempre llevaba un azul en la guantera. Llamaba sol a todas las sombras, pensaba que algún día subiría de golpe las escaleras. Se dormía en las ventanillas, llegaba el final –la película- y quería ver la verdadera; se ponía nerviosa un viernes y algo triste el domingo. El sábado dejaba de pasar pasando –se miraba el ombligo. Pensaba a ratos en coger la bici, patinar fuerte y llegar dos veces. Casi siempre empezaba llegando tarde y la mayor parte acababa nadando en el agua de los peces.
Perdía el tiempo, soñaba fuerte, lloraba a veces. Pensaba, cantaba, le hablaba hasta con las paredes. Y sin embargo, aquel jueves –de después de ese otro martes, que ya era viernes- dejó de pensar en las velas de día, en los sueños con guía. Se hizo grande. Pero el círculo volvía al punto en el que comenzó a ser gigante. Eterno retorno que de contarlo se hizo aplastante.
Todo esto me viene cuando me cuentan que mañana -que ya es hoy- se esperan cielos con nubes, soles sin barba, viento esperanza. Viernes de noche, dormida en la ventanilla, llega el final –a las tantas- y vuelvo al principio sin encontrarla. Pásala otra vez Sam –decía en los aplausos- que recuerdo que era a la mitad cuando el azul dejaba de ser sábado y la bici –casi mojando- tocaba el violín del retorno-eterno sofocado.