Mi padre y yo aprendimos muy pronto a entendernos por teléfono. Primero fui pequeña, luego la adolescencia, a mi padre solo le veíamos los fines de semana y algunas noches -entre martes y viernes- siempre salteadas. Para el resto del tiempo, solo nos quedaban las palabras que entraban por aquel cable rizado que yo torcía y desenredaba. La conversación solía depender de lo que sucediesen en la tele: si había fútbol, esperaba con todas mis fuerzas esa llamada para contarle mi día detalle por palabra. Al sonar el teléfono corría todo lo largo del pasillo y entonces comenzaba el piloto automático de las preguntas anillo: ¿dónde estás? ¿cuándo vienes? ¿qué cargaste? ¿donde duermes?
Había una pregunta que no le devolvía siempre pero que, solo por por si acaso, tenía guardada: tienes la voz triste, ¿te pasó algo? Mi padre siempre se ha sabido optimista y era muy raro escucharle quejarse, augurar malos futuros y mucho menos tratar de preocupar a nadie. Sabías que iba algo mal -o que ardía la mala leche- por el tono de su voz o por la altura del ceño que fruncía sobre sus gafas oscuras.
Si digo que mi padre y yo nos aprendimos muy pronto por teléfono fue porque enseguida supimos el poder terrible de los silencios al otro lado del cable. Eso se tradujo en que todas las preguntas encontraban alguna respuesta -las preguntas sin respuesta siempre me dejaban perdida. Daba igual lo que preguntásemos, siempre contestábamos algo. Papá, ¿por qué todos los perros se enfadan cuando los soplas en la cara? Mi padre no lo sabía pero en lugar de decirme el no sé que yo tanto odiaba, empezaba a relatarme las veces que había soplado en la cara de un perro con la única intención de enfadarle. Nos poníamos a reír y entonces ya me daba igual saber que hay preguntas que siguen sin respuesta pero que es bueno volver y volver a preguntarlas.
Hoy hace dos años que empecé a escribirle desde este blog. El teléfono o nuestra manera de entendernos ya no es como antes. Pero cuando vengo a su lado le leo y le cuento. Volvemos de nuevo a sus andanzas de otros tiempos y entre sus cuentos y los míos, es cuando empieza a reirse, llega la primavera y se pasa el invierno. Y entonces entiendo que su risa vale más que todas las respuestas.