Hay gestos infravalorados. Los bostezos, ese tipo de gestos. Permanecen contigo toda la vida, te descansan, te interrumpen, te avisan de cuando la luna se hizo grande.  Te ayudan a salir de una escapatoria, a poner sin palabras el final a una quiso-ser-pero-no-pudo noche con cañas. Están ahí, nunca te dejan. Y sin embargo, ¿quién recordó alguna vez algún bostezo?

Yo al bostezo – el de boca grande y garganta profunda – lo llevo muy dentro. Me sobran los respetos. Quiero decir, el bostezo siempre ha estado de mi lado.

Las discusiones, los enfados. Yo era pequeña y hubo algunos -muchos cuantos enfados. Y en ese preciso momento –cinco minutos o seis después de la tempestad- el bostezo me traía la calma. Porque cuando mi padre o mi madre bostezaban algo me decía que la riña se había acabado. ¿Cómo puedes estar enfadado y bostezar a la vez? Tú lo sabes también, hay gestos incompatibles. Como caviar y filete empanado en un mismo plato.

O la tristeza. Ver a alguien llorar, fuerte, hondo, mucho rato. Era ver llegar el bostezo –con los ojos cerrados y ese pequeño suspiro fino de satisfacción- y algo me contaba que ella no estaba más triste. Era difícil que un bostezo no lograse secar algunas lágrimas.

Ayer se nos apagó la luz y encendimos las velas. Lo llamaron ciclogénesis –nosotras supimos que era el mundo amenazando con caerse. Se nos ocurrió echar la vista atrás y contarnos los aprendimientos  -aprehender  pensamientos- de este año que ya se acabó (sin llevarse el mundo a otro lado). Pensé en los pequeños gestos infravalorados. La sonrisa hacia dentro, ese gran gesto al que en 2012 (y en los últimos dosmiltantos) me he ido acostumbrando. Sonreír hacia dentro como si no hubiera un mañana, sonreír a lo bueno, a lo feo y a lo pequeño y especial que no deja de ser lo ordinario.

La sonrisa y el bostezo, primos hermanos.