José* y su familia vivían en su terrenito en Guatemala. Hace un tiempo llegó un grupo de chicos de una pandilla a pedirle dinero o, como se dice en su país, a rentearle. A extorsionar su existencia. Se negó y le amenazaron con balearle. Aunque lo intentaron dos veces, ninguna de ellas le pasó nada. Pero hubo una tercera y en esa ocasión las balas casi le alcanzan mientras estaba en casa con su mujer y sus tres hijos. Tampoco en esa ocasión les pasó nada a ninguno pero creyó José que la mejor manera – «la única manera», diría él- de proteger a los suyos era huir. Huir de su terrenito, de su país, de su existencia.
Conocimos a José en el albergue para migrantes de Ixtapec, en el estado mexicano de Oaxaca. Por allí pasan cada año más de 500.000 personas (las cifras siempre dicen poco) de Guatemala, de Honduras, de El Salvador y de Nicaragua en un camino «ilegal» -como si los pasos hacia la supervivencia pudiesen ser ilegales- hacia EEUU. En un camino furtivo a pie, sobre ruedas o sobre las escamas de esa serpiente de acero -de ese tren sin escrúpulos- conocida como «La Bestia».
A José le gusta hablar de todo y de casi todo tiene algo que contarte. A nosotras, sin embargo, nos faltaron demasiadas veces las palabras.
*Llevamos semanas recorriendo el sur de México con una muestra de cine de Centroamérica por los albergues en los que descansan los migrantes centroamericanos en su camino hacia EEUU. Los nombres de las historias no son los reales a pesar de que a sus historias les ahogue la realidad.