El infierno de camino al paraíso: cinco años cruzando fronteras para llegar a España

Esta historia aparece publicada en la sección Pienso, luego actúo del diario El País.

De todas las veces que estuvo a punto de morir y vio morir a la gente que estaba a su lado, Ousman insiste en recordar lo que le mantuvo aferrado a la vida: “El optimismo te saca de todas las dificultades”.

Pero a pesar de su optimismo, Ousman Umar (Ghana), que llegó a España siendo menor de edad después de cruzar el desierto del Sáhara, a pie, sin agua; que sobrevivió a la miseria más extrema durante cuatro años en Libia; que sufrió la violencia de las mafias cruzando el Estrecho a bordo de una patera cargada de personas que se ahogaron; y que sobrevivió, sin nada, en las calles de Barcelona, un día tuvo que hacer un esfuerzo enorme para poder recordar que la vida era otra cosa antes de tanto sufrimiento.

“Yo creo que la solución de la inmigración no está aquí, está en el origen”, explica Ousman

A Ousman le sobraban las ganas de prosperar y ayudar a su familia pero, durante su periplo de cinco años hasta llegar a España desde Ghana, nadie le preguntó por sus razones. En cinco años aprendió que el cierre sin condiciones de las fronteras más humildes está pensado para dejar del otro lado el drama, el dolor, la pobreza, la miseria o las enfermedades. ¿Qué ocurre cuando lo único que se cruza contigo son las ganas de seguir adelante con tu vida y ofrecer lo mejor al mundo? Nada: las fronteras no escuchan. “La gente que realmente viene a hacer daño como Al Qaeda o ISIS no van a venir en pateras: llegan en clase VIP”, puntualiza.

De su empeño, a pesar de todo, surgió el Ousman de hoy: una familia adoptiva en España, dos carreras, un máster, una ONG premiada por la ONU y la certeza absoluta de que su error fue pensar que “el paraíso de los blancos”, que él anhelaba, merecía más la pena que su propia vida. Por eso fundó Nasco Feeding Minds, para aportar su grano de arena en ayudar a los jóvenes de su país a recuperar el paraíso en su propia tierra. “Yo creo que la solución de la inmigración no está aquí, está en el origen”, explica. Desde Nasco tratan de educar allí sobre los problemas reales de la inmigración y proponen la formación en nuevas tecnologías como la mejor salida de la pobreza.

El motor de la curiosidad

De alguna manera, nacemos con un motor, una turbina que a lo largo de nuestra vida se va haciendo más potente y que nos empuja, nos impulsa, nos anima a seguir adelante. La de Ousman, que sabe que nació un martes, pero no sabe en qué fecha (algo que comparte con los miembros de la tribu a la que pertenece), su motor ha sido siempre la curiosidad. “Un día vi un avión volando por el cielo y me pregunté por qué mi juguete no podía moverse por sí solo y un avión vuela”.

Ousman, con su familia adoptiva.
Ousman, con su familia adoptiva. CEDIDA POR OUSMAN UMAR

Desde muy pequeño, Ousman fabricaba sus propios juguetes, pero no entendía cómo hacían en “el paraíso” para pilotar aviones, ser ingenieros, para convertirse en médicos. “Tenía tanta curiosidad por entender quién hacía el coche, por qué el blanco es capaz de hacerlo y yo no… Y esta curiosidad me persiguió durante toda mi vida”.

A pesar de que tuvo que dejar muy pequeño la escuela para ayudar a su padre en el campo (su madre murió al nacer Ousman), sus ganas de aprender le llevaron a fabricar sus propios juguetes. A los nueve años se fue a la ciudad más cercana a su pueblo para aprender chapistería y soldadura: seguir juntando piezas. De ahí se fue a Acra, la capital del país. Poco a poco fue ampliando el mapa mental de su necesidad de prosperar: cruzó el norte de Ghana, siguió a Burkina Faso hasta llegar a Niamey, la capital de Níger y, un tiempo después, allí arrancó su odisea para cruzar el desierto del Sáhara y llegar al lugar del que todo el mundo hablaba, Libia, y del que nadie sabía nada.

“De 46 que empezamos, 21 días después solo llegamos seis vivos”, rememora este emprendedor

El desierto fue un infierno. Guiados por los traficantes, cada vez que se encontraban con la policía se veían obligados a darles más dinero; si no pagaban, había represalias. En un punto del camino fueron abandonados por los traficantes y, absolutamente perdidos en mitad de la nada, pocos sobrevivieron. “De 46 que empezamos, 21 días después solo llegamos seis vivos”.

Entre los que sobrevivieron estaba Musa, un amigo de Ghana al que se encontró en Níger. Juntos llegaron a Libia, donde se quedó cuatro años soldando barcos para reunir el dinero que, por fin, le acercaría al “paraíso” que mantenía encendida su enorme curiosidad. Por 1.800 euros, los traficantes (distintos de los del desierto), prometían un viaje en patera que en menos de una hora les dejaría en España, Europa, el paraíso, sus sueños.

¿Era esto el paraíso?

Salieron dos pateras, cada una con más de cien personas. Su amigo Musa iba en la otra embarcación, que se hundió en seguida. Murieron todos, incluido Musa. Ousman se cayó al agua, pero logró llegar a la costa de nuevo: sobrevivió sin saber nadar. Ya en otra barca, tardaron casi dos días en llegar a Fuerteventura.

Ousman había llegado al paraíso. Tras 40 días en un Centro de Internamiento de Extranjeros (CIE) de la isla, le llevaron a un centro de menores de Málaga y un tiempo después a Barcelona. Allí no tenía nada, no podía hablar, no conocía a nadie. “Mi primer día en Barcelona iba por la acera muy contento porque estaba en el paraíso. Iba saludando a todo el mundo. Estaba feliz. Hasta que me di cuenta de que esos dioses eran un poco raros, no respondían a mis saludos, se asustaban cuando les hablaba”, explica.

Una de las aulas de Nasco en Ghana.
Una de las aulas de Nasco en Ghana. CEDIDA POR NASCO
De entre todas las personas con las que se cruzó, hubo una que se paró a escucharle. Era Montse, apenas podían entenderse, pero daba igual: alguien, por fin, le escuchaba. Un mes después Montse y su marido se convertirían en sus tutores legales. “La primera noche, mi madre [adoptiva] me acompañó a la habitación, me metió en la cama como si fuera un niño de 5 años, me dio un beso en la frente, apagó la luz y salió. Es imposible olvidar aquella noche. El mundo se me cayó encima. Pasé toda la noche llorando, preguntándome por qué, por qué tenía que haber sufrido tanto para llegar hasta allí”.

Quizás no esa noche, pero sí en algún momento de su vida después de aquel encuentro, Ousman se daría cuenta de que su historia de acogida fue en realidad una absoluta excepción. Si hubiera llegado hoy a un país todavía en estado de desconfinamiento a causa de la pandemia de coronavirus, y se hubiera unido a otras personas migrantes como él, sin papeles, sin una habitación donde dormir, para recoger la fruta junto a otros temporeros, quizás estaría eligiendo entre la posibilidad de contagiarse o la de perder la oportunidad de comer.

Construir un paraíso propio

Del porqué al para qué. Cuenta Ousman que, del viaje de una pregunta a otra, surgió la idea de Nasco Feeding Minds: ayudar a otros jóvenes para que no tuvieran que lanzarse al viaje de la migración y pasar por todo el sufrimiento que él había pasado.

Entendí que el hombre blanco no es piloto por ser blanco, ni es médico por ser blanco. Empecé a entender que la educación es una clave fundamental”, añade. Y por ahí empezó: aprendió castellano, catalán, empezó Ciencias Químicas, trabajó reparando bicis, terminó dos carreras (Administración de Empresas y Relaciones Públicas y Marketing), un máster y pagó la carrera de su hermano en Ghana. Su sueño era cada vez menos el del “paraíso del hombre blanco” y más una realidad propia.

La idea detrás de Nasco Feeding Minds es crear aulas informáticas en las escuelas de Ghana para que los niños y niñas cuenten con más oportunidades educativas en su propio país. Empezó con 45 ordenadores en 2012 y hoy ya cuenta con 19 aulas informáticas por las que han pasado ya más de 11.000 estudiantes. Algunos de aquellos primeros estudiantes son ahora grandes programadores profesionales en Nascotech, la empresa social asociada a la ONG que ofrece código genuinamente africano a tecnológicas europeas para que sus empleados puedan construir su futuro en su país de origen.

Dice Ousman que, cada vez más, piensa en la posibilidad de volver a Ghana y trabajar allí por ese mismo paraíso que un día buscó fuera. Mientras, aquí fuera, la realidad resuena todavía al grito de un “black lives matter”, que de una punta a otra del planeta, de EE.UU a España, está dejando en evidencia (quizás más que nunca) una realidad incómoda instaurada desde siempre: que hay vidas que importan menos que otras.

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