Hoy hace dos años de todo esto y de aquello. No voy a volver a lo mismo pero si quería contarte que en aquellos días, todavía era verano. Hacía sol, cielo azul y días largos. La luz seguía fría dentro, supongo que tan fría como cualquier sala de espera en cualquier otro lugar del mundo. Salíamos Oscar y yo a la puerta y ahí seguía siempre, sin inmutarse – así como retando- el cielo azul.
Miraba arriba y no entendía como podía seguir igual –azul- si todo era ya tan distinto –quizás más negro. Y recordaba recordaba entonces aquel otro fragmento que Francisco Umbral escribía en Mortal y Rosa y que yo siempre buscaba en el metro. De todos los textos estampados en los vagones, éste siempre fue mi favorito. Y eso que nunca llegué a entenderlo tan bien como en aquellos días de horas largas, el frío dentro y ese insoportable azul en el cielo.
Qué estúpida la plenitud del día. ¿A quién engaña este cielo azul, este mediodía con risas? ¿Para quién se ha urdido esta inmensa mentira de meses soleados y campos verdes? ¿Por qué este vano rodeo de la muerte por las costas de la primavera? El sol es sórdido y el día resplandece de puro inútil, alumbra de puro vacío, y en el cabeceo del mundo bajo un viento banal sólo veo la obcecación vegetal de la vida, su torpeza de planta ciega. El universo se rige siempre por la persistencia, nunca por la inteligencia. No tiene otra ley que la persistencia. Sólo el tedio mueve las nubes en el cielo y las olas en el mar.
Francisco Umbral escribía Mortal y Rosa -el que consideran el libro más íntimo y personal del autor- después de que su hijo de seis años muriera de leucemia.
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