La Sinfonía de Kinshasa

Hay historias que se presienten y pelos de punta que se dejan querer – antes de verlos llegar. Esta mañana –sin buscarlo- en un punto intermedio entre el café y el teclado, de bruces me los he topado. Primero el trailer, después el blog – qué me dices si te digo que no se cuál fue el que me encontró.

Quizás fue la música, las voces, las luces. Tal vez los matices. O todo junto y al mismo tiempo. Pero deseando y mientras espero – por aquello de los estrenos- aquí te los dejo. El blog y el trailer, sin ningún orden impuesto –ya sabes, elegir es un arte.

Qué tendrá África –me pregunto en voz alta- que encuentra las mil maneras de dejarme de sonrisa y media y de emoción entera.

La bellísima sinfonía de Kinshasa (del blog de Javier Tolentino, director del programa de cine El Séptimo vicio de RNE)

Acabo de ver la joyita que uno suele ir buscando, esa joya que de alguna manera justifique muchos viajes, mucha distancia, muchos hoteles y mucha contradicción, no vayáis a creer. Pero, de repente, se apagan las luces y ves la primera secuencia, sólo como un determinado autor ha construido su primer plano ya te pone con la alerta puesta. Es un atardecer en El Congo, es un músico, en una esquina de una calle de Kinshasa, un cello, un movimiento que podría situarte en otro escenario: La Scala de Milán, El Teatro Real de Madrid o quizá Nueva York, pero nunca en este continente de las mil leyendas, de los mil cuentos, de lo impredecible y de lo predecible. Me cautiva, África no es la del tráfico de armas, las de las guerras entre hermanos, la del reparto colonial, la de los hurtos y los homicidios de Johannesburgo… Es justamente esa África en la que muchos soñamos desde hace más allá del tiempo. No os perdáis esta película, Kinshasha Simphony dirigida por Claus Wischman (El arte del bel canto, 2008. Cook ‘n’ live-in East-Anatolia, 2007) y por Martin Baer (Hisbollah, 1994. África libre, 1999. Humedica en Ruanda, 2003).

 

África es mucho, no pierde el color, la pasión, la música y sus cuentos por muchos que sus problemas se apilen. La sinfónica de Kinshasha, la única orquesta del mundo en el que todos sus componentes son negros, incluido orquesta y coro, la única cuyos miembros no sólo tocan deliciosamente, quizá también son los únicos en cómo contar y difundir sus conocimientos: explican a los aficionados una partitura, los movimientos, las indicaciones y las señales en el pentagrama, y entiendes la intención del músico, su excitación y sus logros. No importa que deban construirse sus violines, violonchelos, guitarras, arpas o instrumentos de percusión. Y ahí están sus bosques, sus árboles, las serrerías, los carpinteros y los duendes africanos gestando el mismo instrumento que tocan: que delicia no, pulir tu propio violín. Y ahí los ves ensayando a orillas del río, a la sombra de un frondoso árbol, a la puerta de una casa africana –sin pintura carcomida por el tiempo, sin cristales, cocinando al fuego en la calle- y sintiendo la perplejidad del hermano rapero que no entiende la música seria en su hogar.

 

Y de repente, entre cacharros viejos y mercadillos de telas, se escucha con fuerza, con pasión y con intensidad la música de Carmina Burana de Orff, en la oscuridad -un corte en el suministro eléctrico del barrio de Ngiri Ngiri de Kinshasa- doscientos músicos logran un impacto jamás visto y escuchado en la tercera ciudad de África, Kinshasa…

 

Strauss, Mozart, Bellini, Bach y entre descanso y afinamiento, entre relax y locura suena un Beethoven y un Mozart traducido como un godspel por sus venas, corre el swing a través de la música de la historia y África vive probablemente una de las mejores noches de su vida.

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